miércoles, 17 de febrero de 2010

Que la Posteridad Nos Lave las Camisas: en la Novela-Poema de Carlos A. Díaz Barrios





Por Raúl Dopico


Carlos A. Díaz Barrios

Las cartas del almirante

Ed. La Torre de Papel

Miami, 2006, 74 pp.


Carlos A. Díaz Barrios (Cuba, 1950) es de esos escritores que escasean en nuestro tiempo: lector voraz e insaciable, hombre culto, fabulador cósmico, hacedor prolífico de textos y al mismo tiempo hierático, divertido, bohemio, agudo y generoso. Un escritor poco promocionado que, después de la prematura muerte de Reinaldo Arenas, es la voz más novedosa y desgarradora de esa camada de escritores que salió de Cuba por el éxodo de El Mariel. Un escritor que publicó en el 2006 una pequeña obra de 74 pp. llamada Las cartas del almirante, de una vitalidad que descoloca a cualquier lector no avisado. Una obra rara, exótica, que coge cuerpo a base de comas, para que el lector pueda respirar con una apariencia asmática que refleja al escritor- personaje- fumador empedernido que es el autor. Una obra donde el personaje confiesa que ha pasado la vida enseñando gramática a las cholitas… la coma les decía, y le metía la puntita, el punto y coma y se la metía un poco más, el punto seguido y ya la tenía adentro y el punto y aparte y se la sacaba para no contraer la sífilis, el mejor método del mundo, mejor que la loca de Andrés Bello, que se pasó por el trasero a todos los generales llaneros… Una obra que comienza con una alucinógena enumeración de las cosas que se hayan en la celda que comparten el almirante que le da título al libro y el protagonista- narrador, que sin duda son las mismas cosas que llegaron a América con el descubrimiento: desde ocelotes y mucamas, hasta mambo y cerveza, pasando por cucarachas, piojos, biblias, condones y Marilyn Monroe. Un comienzo donde queda establecido cuál será la tesis del autor a lo largo de la historia que nos contará: al final del banquete uno se da cuenta de que la comida estaba envenenada, pero es muy tarde para sobrevivir. Una obra que va a terminar dándonos una bofetada que nos enseñará a oler, palpar, contemplar, oír y degustar el infierno cuando, en una desconcertante revelación, el almirante- escuchador y el lector se enteren de la verdadera identidad de este cáustico y demoledor protagonista que nos asfixia con su lacerante y lúcida verborrea.

Pero, ¿qué demonios es Las cartas del almirante? Es nada y todo al mismo tiempo. Nada, porque parece contarnos lo mismo que durante más de quinientos años nos han contado. Y todo, porque sí, cuenta la misma historia, pero lo hace con una narrativa desbordada, delirante y poética. Una narrativa que agobia y asfixia hasta la desesperación. Una narrativa que se apropia de un discurso que pretende enloquecernos de lucidez, de la misma manera que parece enloquecer al almirante, que de por sí ya está loco, mientras las palabras le aplastan la cabeza entre las cuatro asquerosas paredes de la celda-escenario.

Este libro de Carlos A. Díaz Barrios es una novela- arroyuelo que crece hasta convertirse en un caudaloso y zigzagueante río que corre a toda prisa en distintas direcciones, subiendo y bajando. Una novela antinovela, sin clímax, sin aparente argumento, un gran monólogo que es un diálogo donde uno habla y otro escucha; donde uno sentencia y el otro acata; donde uno dicta y el otro acepta. Una prosa poética que desacraliza el lenguaje y los lugares comunes. Lugares por el que transitan los mariachis, Dios, la lengua del Diablo, Chacumbele, la cucarachita Martina, José Ángel Buesa, una iglesia llena de ciegos, nuestros primeros hijos de puta, los indios, los locos, el Che Guevara, el remo de Ulises, el caballo de Maceo, las mulatas en la cama, los fotingos de la historia, una Frida Khalo llena de tuercas, la política sin paracaídas, una serpiente en el pico del águila, un león amaestrado codo a codo con un bizco que camina delante de Hemingway, los discursos políticos, la madre de los tomates, y hasta la patria, invento anormal y distorsionador en el nombre del cual se vive, se siente, se padece, se ama, se exilia, se mata y se muere. La patria llena de cadáveres: los muertos de la PATRIA, muchachitos que nunca tuvieron una mujer a mano y se hicieron héroes, gente enferma de mala poesía recitando a damiselas que nunca se lavaron el coño, muchachitos pálidos por la nieve de la Muerte.

Pero también, Las cartas del almirante es, entre tequilazos, un viaje singular, sobrecogedor, sincrético y ecléctico por la historia americana y del mundo, desde el descubrimiento de Cristóbal Colón hasta la cotidianidad histórica de hoy. Un viaje que parece inventarlo todo nuevamente. O volverlo a vivir. O recrearlo a imagen y desemejanza. O todo eso a la vez, por obra y gracia de un protagonista que parece muy inconforme con lo que está escrito, con la verdad que nos obsequió la historia, y que parece dispuesto a derrumbarlo todo, con soberbia sinceridad, porque sabe, como si lo hubiera experimentado desde el principio de los tiempos, que un hombre decente, almirante, debe falsificar su memoria, para poder sobrevivir, uno falsifica a la Historia y la Historia nos falsifica a nosotros, hay que morderle a la verdad los bordes y aunque uno escupa un diente, hay que morderla duro, para sentir ese gustico a mierda, que siempre tiene la verdad en sus bordes. Es un viaje revisionista donde lo mismo Grecia es fragancia de una grandeza que pasó (…) esplendor de algo muerto que se pudre en el olvido; que John Wayne cabalga asegurando que lo peor de las películas del Oeste es que los espectadores son los vaqueros y los indios los directores; que arremete contra los portugueses, a los que Dios les puso la lengua al revés para que nadie los entendiera, como a los catalanes, que a la sangre le dicen agua; que emite juicios literarios con humor negro, como contra Saramago, que si hubiese sido ciego, sería un buen escritor, y también manco, sin cabeza, sería un buen escritor, lo malo que tiene no son sus páginas aburridas, sino ese mal cemento que usa para pegar las palabras, cada vez que leo un libro suyo, el cuarto se me llena de polvo; o contra la Biblia, un librito que empieza atroz y termina atroz, con algunos pasajes de telenovelas cursis. Así de inmensa y convulsa es la verdad (¿o será la confusión?) de esta ¿novela? ¿Novelita? ¿Novela corta? ¿Novelita fogonazo? ¿O será pieza de relojería fina, que aspira a ser perfecta, y a dejarnos perplejos con el asco breve de la inmortalidad ante la muerte, lo no explicado en los libros, lo que ven los ciegos y no se lo dicen a nadie? No lo sé, coño, y es que de lo único que uno puede estar seguro al terminar de leer estas páginas, es que el autor no cree en el valor folclórico del melodrama, porque para él, el verdadero sentido de la existencia divina está en lo tragicómico, con su carga de ironía, sadismo y carcajadas. Y para muestra un botón: una vez conocí a un mulato bugarrón que se llamaba Julio Antonio Mella que le quería meter mano al poeta Porfirio Barba Jacob, y el poeta le dijo, a mí me gusta la carne de puerco, pero no la de caimán…

Sin embargo, a pesar de su fuerza al construir imágenes poéticas, metáforas históricas y disquisiciones filosóficas, Carlos A. Díaz Barrios no quiere (no puede) ser monolítico, sino ordenada y fragmentadamente caótico, para construir una nueva verdad que se mete por los agujeros de la Nada y la llena hasta desbordarla de desmitificación. Y lograr así una novela que no es un continente, ni siquiera una isla, más bien un archipiélago lleno de puentes que se entrecruzan para hacer un país; porque un país es un poco de tierra con alas y mucha gente feliz sin usar las alas para irse del país. Una novela que fue escrita para reafirmar que lo único que se mueve, almirante, son las piernas hermosas del odio, hermosas piernas, almirante, llenas de brillos y sombras, llenas de fuegos y sombras, como ver una película que se está quemando y uno quiere salvar a la heroína, y el celuloide se arruga. Una novela que duele, que se puede deslizar entre la dulce pesadilla y la ácida alucinación. Una novela muchas veces profética, o tal vez sólo sencillamente realista, como cuando se refiere a la Cuba- objeto con desdén: esa isla de mierda que no acaba de morirse, lleva más de cincuenta años con el pataleo, con un suero en el culo y nadie la revive. O cuando se refiere a la Cuba- sujeto con biliosa sentencia: nuestras miserias son infinitas y nuestra dignidad es imaginaria.

En fin, Las cartas del almirante es una epopeya donde el silencio del almirante es el coprotagonista cómplice, resignado y pasivo que nos permite desnudar las dichas y pecados que revisten la grandilocuencia histórica oculta en una celda, y que el narrador- orador pretende demoler con odio y desprecio.

Una novela- poema. Una novela decente,donde lo importante casi nunca es maravilloso, en cambio, lo maravilloso se puede hacer importante, tocar la aldaba, buscar que la posteridad nos lave las camisas, cuando la posteridad nos lava las camisas, ya uno puede ser estatua y que la caguen los pájaros…

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