domingo, 1 de noviembre de 2009

Fábulas


2. El Moquillo



El payaso está encerrado en su lujoso carruaje sin querer ver a nadie. No está deprimido porque la enfermedad que lo bañó de excremento no lo deja darle la cara a los espectadores. No. Está asustado, porque ve cómo el moquillo invade cada rincón del circo, y teme que este enemigo, tan inesperado como invisible, le arme un caos, porque no tiene medicinas para curarlo. Está tan asustado que se ha tenido que quitar la nariz de payaso, por miedo a que se le contagie-él sabe mejor que nadie que si pierde su nariz de payaso pierde lo único que le queda (además del casco y la mala idea), para que los espectadores lo sigan reconociendo como el payaso en jefe. Y es que en los últimos días el moquillo se ha regado como pólvora. Ya no sólo está en la nariz de los espectadores, ahora también moquean los cirqueros- incluso la china travesti está volada en fiebre, y el mulato fortachón que es su escolta se ha contagiado por dormir con él en la misma cama- y los animales salvajes que, a base de fuerza bruta, no dejan que los espectadores se bajen de las gradas y maten a patadas al payaso. Al orangután lo tienen atado con un lazo y aislado en su jaula, porque todos se vomitan cuando lo ven con los mocos verdes colgándole por los gigantescos huecos de su ñata. Y la hiena escucha la zarzuela Cecilia Valdés, mientras tose con un jipido de hiena y apesta más de lo normal. Y aunque es la bestia que controla las comunicaciones nadie quiere comunicarse con él.

El payaso tiene miedo. Mucho miedo. Los espectadores están petrificados de miedo. Muy petrificados. El payaso sabe que tiene que hacer algo. Los espectadores no saben qué tienen que hacer. El payaso tiene miedo que la epidemia sea tan voraz que los espectadores se tiren de las gradas y arrasen con todo en busca de la cura para el moquillo. El payaso sabe que ni así las cosas tendrían solución, porque la cura no alcanza para todos. Es entonces que el payaso coge el sombrero y la varita de mago-que de magia sabe un mundo, porque él lo sabe todo, y lo que no sabe se lo inventa-, y con un toquecito de la varita en el sombrero saca un conejo negro, bien alimentado, sonriente y parlanchín. Es un conejo que no es un conejo. Es un conejo que es la ilusión del conejo que gobierna el circo imperial. Lo toma de las orejas y le dice, asumiendo una pose reflexiva, que él será el culpable de que los espectadores de su circo tengan moquillo, por haber dejado que los espectadores exiliados hayan venido a moquear en su circo. El conejo negro sólo atina a preguntarle: oye chico, ¿te peinas o te haces los papelillos?

Al día siguiente en todos los periódicos del circo aparece la foto del conejo negro con un cuño en sus orejas que dice ¡Culpable! Los espectadores del circo siguen cayendo como moscas de tanto moquillo, pero se sienten aliviados de saber que la culpa no la tiene el payaso, ni la falta de recursos para enfrentar la pandemia que se avecina, mientras los lobos verdeolivos los rodean salivando rabiosos y conscientes de que necesitan mantenerlos a raya para evitar el contagio.


Para entonces el payaso ya se ha puesto la vacuna que le regaló el verdadero conejo negro , y con su nariz bien puesta se asoma a la ventana de su carruaje para que todo el mundo lo reconozca como el payaso en jefe.


1 comentario:

Zoé Valdés dijo...

Ay, si ese moquillo se lo llevara!