lunes, 19 de enero de 2009

Sólo es un pobre fetichista


I
La policía dice que Felicio Morales es un delincuente. Pero Felicio dice que no es verdad, que lo que pasa es que él tiene fetichismo con los pies. Felicio escogía cada víctima con cuidado. Eran mujeres solitarias. Las observaba día y noche antes de atacar.
Entraba por alguna ventana o puerta trasera de la casa sin que lo sintieran. Se metía en la cama de la mujer dormida y le soplaba los pies. Los soplaba y los acariciaba. Los acariciaba y los soplaba. Los soplaba y los olía. Los acariciaba. Los soplaba. Los olía. Hasta que, sin saber por qué, algo más fuerte que él, una fuerza sádica inexplicable lo empujaba a morder con fuerza uno de los pies. Podía ser el derecho o el izquierdo. Iba del uno al otro, y los acariciaba, los soplaba y los olía inmerso en un rito de elección que cantaba en su mente: “tin marín de do pingüe, cucaramaca la títere fue. Yo no fui, fue Teté, muérdela, muérdela que ella fue”. Y clavaba los colmillos solitarios de su boca desdentada, en el pie en que recaía la última palabra de la cancioncilla, para despertar a su víctima, que a gritos lo ahuyentaba.
De repente el sueño de las víctimas ya nunca volverá a ser el mismo, aunque Felicio esté tras las rejas acusado de treinta y cinco cargos de allanamiento y agresión sexual. Las víctimas no pueden dejar de pensar que si se duermen volverá Felicio a morderles un pie. Es increíble cómo a estas mujeres los deseos de un hombre les revolotean en sus noches calurosas y húmedas.
Sin embargo las noches de las treinta y cinco víctimas están detenidas en el instante en que despertaron con un pie mordido y un extraño eyaculándoles encima. Ellas saben que aunque Felicio pase el resto de sus días en la cárcel y desaparezca en la anónima multitud de alguna población penal, entre celdas solitarias y pies que se desnudan para recordarle los pies de las mujeres que han quedado solas, ya nunca será posible olvidarlo. Y por eso se han reunido en una especie de club de admiradoras. Todas con el mismo trauma, con el mismo recuerdo, con la marca de los colmillos para siempre en la memoria. Todas convencidas de que es fácil juzgar a los demás, pero que hay que ponerse en el lugar de Felicio, tratar de entender a la vez su placer y su desgracia, sentir cómo se abrazan en él, tan misteriosamente, la dicha y la pérdida de esa dicha. Todas con el deseo de volver a estar frente a frente con el victimario. Todas sintiendo cómo les muerde Felicio la soledad, con un placer abrazador que les sube salvaje por el cuerpo.
Las treinta y cinco víctimas se juntan en el comedor de la prisión con el permiso del alcalde. Unas menos agraciadas que otras. Unas más jóvenes que otras. La menor tiene veinte años. La mayor sesenta.
Los corazones se les aceleran cuando él hace su entrada escoltado por dos guardias, con grilletes en los pies y esposas en las manos. La mordida que les dio les arde más de lo normal, y quieren írsele encima y despedazarlo, pero no pueden.
Aquel hombrecito joven, pequeño, musculoso y de rasgos indígenas les sonríe mostrando sus colmillos, y parece hipnotizarlas. Quizás él murmura “son hermosas”. Quizás ellas murmuran a coro “es un malvado”. Quizás él murmura “son mías”. Quizás ellas murmuran, cada una por su lado, “eres mío”. O tal vez murmuran “soy tuya”. Quizás.
Todo es muy extraño. Y muy confuso. Y muy hermoso. Las mujeres sentadas, quitándose los zapatos, retorciéndose del regocijo por estar ante el hombre que lo arriesgó todo por acariciarles y morderles los pies. Y los guardias pidiendo a gritos “!Ayuda, coño, ayuda!”, para poder contener a Felicio, que forcejea con ellos con fuerza bestial, tratando de abalanzarse sobre aquellos pies desnudos e incitantes.
Todo es muy rápido. Y muy disparatado. Y muy dramático. Los guardias que llegan de refuerzo golpean con saña a Felicio una y otra vez, en un intento por sacarlo de allí, mientras tratan de contener a las mujeres, que se les lanzan encima con uñas y dientes para evitar que se lo lleven. Cuando la puerta del comedor se cierra a cal y canto, las mujeres quedan atrapadas en el interior, derrotadas, agotadas por el zafarrancho, tiradas en el suelo, con los pies descalzos. Y nos damos cuenta qué es lo que las une, qué es lo que hizo que valiera la pena que Felicio esté en la cárcel: todas tienen unos pies hermosos.
Después vinieron las acusaciones de las autoridades de la prisión. Los cargos por provocar desórdenes en una institución federal, y todo el lío con abogados y jueces.
Después de salir bien libradas en el juicio con benévolas multas, ellas son parte de la vida de Felicio, y Felicio de la de ellas. Ellas le mandan el dibujo de sus pies en plantillas de cartón, para que él los pueda acariciar. Él les manda el dibujo de sus manos en plantillas de cartón, para que ellas sientan cómo él las acaricia.
Pero el juez ha prohibido que vuelvan a encontrarse. Y eso los está matando.

II
Hace sólo unos meses eran unos desconocidos. Ahora él y ellas se escriben cartas románticas, para aliviar el dolor de no tenerse.
Esperan que un juez de apelaciones revise el caso y los deje estar juntos otra vez, al tiempo que cada una intenta sacar ventaja de las otras y convencerlo de que se casen, para tener visitas conyugales donde pueda volver a poseer unos pies hermosos. Pero Felicio se resiste, convencido de que tener los pies de una es perder los pies de las otras. Aunque tal vez debe casarse con alguna y aplacar sus deseos, para no andar como loco por toda la prisión fijándose en los pies de los otros presos.
Así tendría que ser para que no se fije que hay un tipo apodado el Mexicano, fuerte como un toro de lidia- al que sólo ve en el comedor o en el patio, porque no están en la misma galera-, que siempre anda con calcetines blancos gruesos y chancletas de goma.
Así debería ser, para que ahora no vea cómo el dichoso Mexicano, sentado en las gradas del patio, se quita el calcetín derecho y deja al descubierto un pie tan pequeño y delicado como el de una niña, mientras se rasca los dedos.
Felicio camina hasta aquel hombre, se sienta junto a él y le mira el pie sin ningún disimulo, sin poder refrenar el impulso de acariciarlo y soplarlo y olerlo y morderlo. Sin poder evitar el violento puñetazo que recibe entre los ojos, que lo tira de espaldas y lo deja inconsciente sangrando por la nariz.

III
Pasan semanas largas y desesperantes para Felicio en el hospital de la cárcel. Se recupera de la operación que hubo que hacerle después de la fractura de los huesos nasales y el hueso cigomático izquierdo.
Convencido de que él es el único que sufre, anda de muy mal carácter y la agarra con la enfermera que le da el calmante. Con el doctor que lo revisa. Con el joven que limpia el piso. Con cualquiera que le pase por el lado. Para él la vida sólo es el incontenible deseo de poseer unos pies hermosos. Y el doctor le ha dicho que padece de anosmia.
-¿Qué coño es eso?- preguntó Felicio.
- Sencillo-dijo el doctor-Que entre que tienes la dentadura hecha polvo y el trancazo del Mexicano, has perdido el olfato, y tal vez no puedas recuperarlo.
Desde entonces, cada vez que ve los pies de la enfermera, no puede evitar que se le escapen unos sollozos.
-Hazme el favor de ponerte zapatos cerrados, si no quieres que te muerda un pie-le dice furioso.
Pero la enfermera le hace el caso del perro desentrenado, y lo amenaza: -Atrévete y verás como te rompo el otro pómulo.
En las noches, cuando queda a solas con sus pensamientos, la realidad lo atosiga. Se da cuenta que si no puede distinguir los diferentes olores nunca podrá disfrutar igual de unos pies hermosos.

IV
No se sabe cómo pudo pasar, pero el día que le dieron el alta médica Felicio logró que lo pusieran en la galera del Mexicano. Lo que sí se sabe es que ese mismo día, al anochecer, se deslizó hasta donde estaba el hombre que de un golpe cambió su vida. Lo encontró dormido. Agarró con delicadeza sus piececitos de niña y los acarició y los sopló y los olió… bueno, quiso, pero no pudo detectar ningún olor. Y volvió a acariciarlos y a soplarlos y a olerlos, pero no había olor.
Recordó entonces cómo olían de rico momentos antes de que le rompieran la cara, y en su mente cantó: “Tin marín de do pingüe, cucaramaca la títere fue. Yo no fui, fue Teté, muérdela, muérdela que ella fue”. Y clavó los colmillos solitarios de su boca desdentada en la yugular del Mexicano. Lo mordió con la fuerza de un demonio de Tasmania sin darle tiempo a nada, arrancándole el pedazo y unos terribles gritos de horror.

V
El fiscal dijo que Felicio Morales era un asesino. El jurado lo declaró culpable. El juez lo sentenció a muerte. Y las treinta y cinco mujeres a las que mordió dicen que sólo es un pobre fetichista, mientras con los ojos llenos de lágrimas lo ven sentarse en la silla eléctrica.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Inquietante tu cuento.

jazmin_mayo dijo...

Impacta.Aunque creo que todos llevamos nuestro monstruo a cuestas. Algunos, más complejos como el que narras,pero monstruos.